viernes, 2 de mayo de 2008

Que tú no me conozcas no quiere decir que yo no exista. ¿Verdad?

Supongo cuál habrá sido tu respuesta. Al principio yo me respondía lo mismo. La primera vez que me lo pregunté, pensé al instante que había tenido algún tipo de escape de conciencia que yo desconocía, pero que seguramente era muy habitual. La cuarta vez que tuve que pensar una repuesta, acabé insultándote sin voz sentada junto a la ventana. En la séptima por fin cambié radicalmente mi veredicto. Si, necesité siete preguntas con sus siete respuestas correspondientes, todas ellas del mimo color gris, del mismo tamaño, perfectas. Idénticas aunque sonaran diferente cada vez. Ya no hubo octava, no creas que me gusta sufrir.

Fue entonces cuando empecé a responder a otras preguntas para intentar sacarme el carné de conducir. Espero que tú no siguieras mi ejemplo, porque aún no he aprobado y continúo subiéndome una parada antes que tú al autobús. Intento ocupar el mismo asiento, aunque a veces me sorprenden cambiándolos de lugar y me quedo de pie frente a la segunda puerta, disimulando, mirando a veces hacia fuera, comprobando si en la siguiente tengo que bajarme, como si no lo supiera. Veo entrar y salir gente. Y alguna vez me quedó observándolos y me olvido por momentos de dónde estoy. Otras veces, la mayoría, asumo mi propio reto y busco en los huecos vacíos que dejan esos cuerpos que apenas me importan. Y no hay nada. Solo un vacío que pronto habrá de llenarse. Como todos los días. Como todos los días desde que terminaste la carrera, cambiaste de trabajo, te mudaste de piso, aprendiste a conducir o encontraste a alguien que pudiera llevarte. Esas son las hipótesis que barajo desde que dejaste de intentar sentarte enfrente de mí. Antes tenía muchas más, pero decidí limitar el número para no abstraerme demasiado.

El primer día que te vi, pasaste por mi lado durante dos interminables segundos, no sé en qué momento cambiarías tu elección, pero terminé mirándote de forma intermitente durante una media hora. Y se me pasó la parada. Las siguientes semanas, cada día me bajaba en una diferente, dependiendo de dónde me encontrara al despertarnos.
La última vez que te vi, que nos vimos, espero que te acuerdes, me preguntaste ¿tienes hora? Yo quise contestarte, -ciento diez pulsaciones por minuto-. No uso reloj. No encontraba el móvil. Una señora que descubrí sentada a mi lado, te respondió, -Las ocho y media-. Yo pensé decir, -no, son ciento diez pulsaciones, estoy segura-, pero me sentenciaste antes, volviste a girar la mirada hacia mí, y dijiste, -Aún nos queda tiempo-.
Hoy también son las ocho y media de la mañana. Lo sé porque no estás y soy capaz de encontrar el móvil de forma rápida sin sentir que la sangre recorre a toda velocidad mi cuerpo. Hoy será otro de esos días en los que solía llegar tarde a clase, aunque ya no pueda observarte los párpados.

Esta es la primera vez que lo hago, de verdad. Si en unos días no recibo respuesta creo que volveré a intentarlo. Te la dejó aquí, bien pegada al respaldo, para que sepas que soy yo.


Si no se reconoce en estas palabras, por favor, tenga la amabilidad de volver a ponerlas en su sitio. Ah, y tenga cuidado al sentarse, deben estar presentables para cuando lleguen a su verdadero destinatario.

1 comentario:

Alberto Ayala dijo...

Bonita manera de empezar...

"Otra vez en el 62 se volverán a encontrar
ella y él medio dormidos camino de la facultad.
Durante más de tres años comparten
ese viaje cada mañana,
el uno en el sueño del otro y nunca se dirán nada"

Pd: :O ya no tengo excusa para no comentar!!